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La Judia

drac1

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Nov 27, 2002
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LA JUDÍA

México, 1567.

Ana Tovar era una cristiana conversa del judaísmo. Tenía 18 años y vivía en un pequeño poblado cerca del convento de Acolman. Su padre, cazador, había desaparecido hacía un par de días, había salido a cazar. Desconsolada, buscó ayuda entre los demás pobladores, quienes, por su origen judío, siempre la miraban con recelo. Nadie sabía nada al respecto, pero sospechaban muchas cosas… como que Ana era una bruja (pues una belleza tan encantadora debía ser, sin duda, obra del demonio) y que era culpable de la desaparición de su padre. Desconsolada, la joven de piel blanca como la leche y cabello negro como la noche decidió acudir a los hermanos agustinos del convento de Acolman.

Después de contarles su historia, los hermanos se mostraron inquietos. Habían escuchado los rumores en el pueblo, sabían de los supuestos pactos con el diablo y aquelarres que Ana realizaba frecuentemente, por lo que, en vez de ayudarla, tomaron otra decisión.

“Hoy llegará de la Ciudad un grupo de Hermanas del Sagrado Corazón, que han venido desde Toledo para ayudar a la evangelización. Os suplico les aguardéis aquí, pues seguro ellas tendrán una solución a vuestro asunto….”
Ana no tuvo más opción que esperar. La condujeron a una habitación obscura al otro lado del atrio, de muros fríos y gruesos, donde, llena de temor, esperó durante horas y horas a las Hermanas del Sagrado Corazón.
Cuando al fin llegaron, Ana fue conducida a su presencia.

“Ana Tovar, judía conversa, mucho se ha hablado entre las personas del pueblo acerca de vuestro camino desviado. La versión que dais acerca de la desaparición de vuestro padre es poco más que increíble. Pues, siendo tales los hechos, nos vemos obligadas a suplicaros que confieseis la verdad….”

“¡Pero qué verdad queréis que confiese!” contestó Ana, entre molesta y atemorizada. “He venido ante éstos hombres de Dios a pedir ayuda, y después me acusáis de Dios sabe que cosas terribles… os lo suplico, buenas hermanas, ayudadme, que me siento desesperada…”

“No deseamos más cosa que ayudaros Ana, pero para que podamos hacerlo, necesitamos que cuentes tus pecados ante éstas humildes representantes de Nuestra Santa Iglesia” contestó la Madre Superiora.

“¡Os lo he dicho, no tengo nada que confesar!” gritó Ana, terriblemente desesperada.

“¡Creéis que es esa manera de dirigiros a Nosotras! Ana Tovar, no os dejáis más remedio que obligaros a confesar. Padre Alcántara, permítanos hacer uso de vuestra sala de tormentos…” Ordenó la Madre Superiora, molesta.

“¡Tormentos! ¡NOOOO! Os suplico piedad, he venido aquí por vuestra ayuda!”

“Y la tendréis, os refrescaremos la memoria para poder salvaros del fuego eterno, judía…”

Ana fue sometida entre 5 hermanas, quienes le llevaron arrastrando a través del atrio. Su vestido de lino blanco se rasgó en las piedras y espinas del jardín de los Hermanos, mientras chillaba y suplicaba por piedad.
Llegaron a una habitación en la parte sur del atrio. Tras abrir la pesada puerta de madera, el Padre Alcántara le entregó un juego de llaves a las hermanas, quienes habían arrojado a Ana violentamente contra el frío suelo de piedra volcánica.
La puerta se cerró, y las hermanas encendieron las antorchas que se encontraban fijadas en los muros, y entonces Ana pudo ver el destino que le esperaba…
En el centro de la habitación se encontraba una suerte de cepo como los que se utilizan en los autos de fe. Consistía de una larga banca de madera que tenía, en la cabecera, un poste alto con dos grilletes de metal, mientras que en los pies, dos tablones con agujeros donde pronto estarían colocados los tobillos de Ana.
Le llevaron con esfuerzos, pues gritaba y suplicaba, pero con la intervención de 6 Hermanas lograron dejar bien sujeta a Ana en el cepo. El aire helado de la habitación se colaba por su frágil vestido de lino, y sus pies, calzados por unas sandalias a la usanza prehispánica (de tiras delgadas, que dejaban descubierto prácticamente todo el pie y se amarraban casi hasta las rodillas) temblaban con la brisa que se colaba por la puerta semiabierta.

“Ana Tovar, os daremos una última oportunidad de confesar antes de torturaros. ¿Queréis confesar vuestros pecados?” preguntó la H.S.

“¡Os lo he dicho, no he cometido pecado alguno, tened piedad de mí!”

“Bien, pues no nos dejáis más opción. Hermana Almudena, por favor alcanzadme mi bolso de las torturas…”
Mientras iba por ella, otras dos Hermanas ataron más fuerte a Ana al poste, pues su forcejeo se tornaba cada vez más escandaloso. Le amarraron con una cuerda dura y áspera prácticamente todo el torso y las piernas, entonces, solo podía sentir el aire en su cara y los pies a través de las sandalias.

“Verás, Ana, las Hermanas del Sagrado Corazón estamos en contra de la violencia y el derramamiento de sangre, pues eso no le place a Nuestro Señor. Sin embargo, hemos encontrado métodos igual o más efectivos para hacer confesar a brujas como vos. Hermana Almudena, las sandalias…” Dijo la Hermana Superiora con voz lúgubre…

La Hermana Almudena caminó hacia los pies de Ana, pero las correas de las sandalias estaban igualmente atrapadas en el cepo. Tomó una navaja y las cortó desde los tobillos, dejando los blancos pies de Ana a su merced. Después, tomó una de las correas cortadas y le ató los dedos gordos, estirándolos hacia atrás y sujetándolos a unas pijas de metal incrustadas en el tope del cepo.

“¿Qué vais a hacerme? ¡Por favor, tened piedad, no podría soportar el tormento!” Suplicó la judía cautiva, con lágrimas en los ojos y temblando del miedo.

“De vos dependerá, Ana Tovar, la duración de la tortura, ¡confesad vuestro pacto con el demonio y libraos de éste predicamento!”

“Pero os lo he dicho, os suplico, no he cometido pecado alguno…”

Entonces la Hermana superiora sacó un par de objetos de su bolso que Ana no pudo distinguir en la luz menguante de la tarde. Entregó uno a la Hermana Almudena y se quedó con el otro, y fue entonces cuando Ana distinguió de qué se trataba. Eran dos plumas de ganso, negras y largas…

“¡NO! Por favor, os suplico, no me deis esa tortura, no podré soportarlo…”
Pero, sin escucharla, las dos Hermanas se postraron ante los indefensos pies de Ana. La hermana superiora frotó la punta de su pluma delicadamente en la planta del pie de Ana, desde el talón hasta la base de los dedos.

“Jajaja, ¡NO!” suplicó Ana.

“Muy bien, veo que tenéis pies sensibles. Hermana Almudena, podéis comenzar…”

Las Hermanas comenzaron entonces su diabólica tortura. Ambas recorrían los pies de Ana con las plumas, acariciándole suavemente las plantas, de arriba abajo, lenta e incesantemente…
“”jajajajajaja porfajajajajajajavor, deténgajajajajajajanse, no puedo soportar éste jajajajajaja tormento jajajajajaja mis pieeeees jajajajaja”

Ana se retorcía en espasmos de risa, las cosquillas le recorrían cada centímetro de sus indefensas plantas, llevándola a un estado frenético que no podía soportar. Durante 15 minutos, las diabólicas hermanas le torturaron las plantas de los pies con sus plumas, sin decir una palabra.

“¿Estáis lista para confesar ahora, Ana Tovar?” Preguntó la hermana superiora.

“No…”contestó Ana apenas recobrando el aliento, llorando silenciosamente. “Os lo he dicho, no he cometido crimen alguno, por favor, no me torturéis más, vas a volverme loca…”

“Ya hablaréis. Mientras tanto, permítenos seguir escuchando vuestra melodiosa risa e incesantes súplicas. Hermana Almudena, continuemos…”

“¡NOOOOO! ¡Piedaaaajajajajajajad!”

Las Hermanas ahora usaban sus plumas en los regordetes y blancos dedos de Ana. Almudena pasaba la suya suavemente por la piel entre los dedos del pie izquierdo, mientras la Superiora recorría la suya por la base rosada de sus dedos del pie derecho, mientras cantaleaba burlonamente, llevando a la pobre niña al borde de la locura.

“Coochie Coochie Cooooo…. ¿Os gustan las cosquillas, o simplemente no queréis confesar? ¡Hablad, bruja, que podemos torturaros por lo que resta del día! ¿No es así, Hermana Almudena?”

“Así es Hermana… Coochie Coochie Coooo… que deditos tan sensibles, que pies tan inocentes….”

“Jajajajajapieeejajajddaaaad jajajaja, mis pieeejejajajajees, mis pieeees jajajajajaja no pueedo maaaajajajajas, piedaajajajajad” Ana estaba a punto de explotar, la tortura era más de lo que podía tolerar, sus pies sensibles e indefensos le suplicaran que detuviera la tormentosa sensación. Pero las Hermanas continuaron la tortura, usando las plumas en sus plantas, dedos, empeines, talones y tobillos. Ella solo podía menear sus dedos un poco, aumentando solo las cosquillas, sin poder moverse un centímetro.

“¡No más cosquillas! Jajajajajaja por favor! Jajajajaja mis pies! Tened piedad jajajaja dejajajajaja mi! No me des más jajajaja torturajajajajaja!” Ana suplicaba en vano.

El tormento continuó durante una hora. Ana tenía los pies rojos del vano forcejeo, mientras las plumas seguían haciéndole cosquillas más allá de su límite. Estaba volviéndose loca.

Las Hermanas por fin detuvieron su incesante tortura.

“En vista de vuestra negativa a confesar, Ana Tovar, y por el poder que nos confiere el Santo Oficio, os condenamos a un Auto de Fe. Os conduciremos a la plaza pública, donde ha de ejecutarse la sentencia”.

Dos días después, Ana abrió los ojos. Había estado encerrada en un frío calabozo, donde el recuerdo de la tortura le prohibía dormir. Había envuelto sus pies en jirones de su vestido para evitar sentirlos indefensos.
Pero lo que vio al despertar le llenó de horror…
Estaba una vez más en el cepo, pero ésta vez, en la plaza pública.
Sus pies desnudos apuntaban hacia una multitud reunida especialmente para verla sufrir.

Entonces, dos hombres encapuchados se acercaron blandiendo tremendas plumas, una en cada mano. Se postraron ante sus pobres plantas, que inmediatamente sintieron el ataque. Con una pluma, le recorrían lentamente las plantas, mientras que la otra jugaba incesantemente en sus dedos, tobillos, talones y empeines…

“jajajajajajaja noooo!!!!, piedad!!!!!” suplicaba Ana llorando pero riendo violentamente al empezar una tortura que sospechaba que sería más agonizante que la anterior.
La muchedumbre vitoreaba a los verdugos, mientras le hacían cosquillas diabólicamente en los pies.
Después de media hora Ana cayó inconciente, pero le despertaron con un cubetazo de agua fría, y el tormento prosiguió.

Y así, la judía Anta Tovar, sufrió cosquillas en sus pies indefensos durante dos días seguidos, hasta que confesó sus pecados y fue conducida a la Ciudad de México, para ser juzgada por el Santo Oficio.
 
genial men una historia en español pero me abria gustado que ubiera cosquillas en todo el cuerpo no solo en los pies
 
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